lunes, 24 de octubre de 2011

Insomnio de placer.

Extiendo mis piernas, acomodo mis ideas y me relajo. Escucho al silencio y respiro con profundidad. Miro la oscuridad y siento la tranquilidad.
Cambio de posición. Cierro los ojos. Los vuelvo a abrir. Mis ideas suben, se acuestan en mis deseos y deciden bajar. Mi cuerpo vuelve a rotar.
Son las 2.38 de la madrugada, en 4 horas mi despertador va a sonar para anunciarme que el sol ya salió, y con él, las responsabilidades que atarean a mis días.
Mis pestañas se unen una vez más. Vuelvo a imaginar. No consigo despegar a mi consciente de la realidad.
Mi interior se empieza a alborotar, letras que necesito plasmar para evitar su muerte. Mis sueños vuelan y flotan en mi mente. Forman palabras que se unen a frases dignas de contar.
Me decido por otorgarle la victoria a la corazonada para no morir en el intento. Desprendo las sábanas de mi cuerpo y logro salir de la cama. Me dirijo sigilosamente hacia la cocina. Con los ojos achinados abro la heladera, busco por inercia la leche y la sirvo en un vaso para luego calentarla.
En ese mismo momento mi inspiración llegó a su máxima cima, puedo verla desde arriba y es genial. Me abstengo a esperar, comienzo a actuar. A repetir en voz alta lo que luego quiero escribir para que no olvidarme de nada, y que ninguna idea traviesa quiera escapar.
Suena el microondas, mi leche se entibió.
Me siento frente al monitor, miro mis manos en el teclado, y comienzo a escribir, a descargarme.
¡Vaya satisfacción!
Perseguir a Morfeo sin antes escuchar lo que pedía a gritos mi interior sería faltarle el respeto a mi virtud.


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